Capítulo 10: Consideraciones entre el Paciente y el Coloproctólogo

  • REV ARGENT COLOPROCT | 2018 | VOL. 29, Nº 2: 20-22
    RELATO ANUAL
    CAPÍTULO 10
    Consideraciones entre el Paciente y el Coloproctólogo
    La relación médico-paciente coloproctológica se constituye por la conjunción de los motivos que llevan a encontrarse entre sí el paciente y el especialista. Laín Entralgo1 ha desentrañado esta importante diada médico paciente. Estos comprenden un diagnóstico, un tratamiento, una transferencia afectiva y hasta un componente ético.
    Para que haya convivencia entre el médico y el paciente es necesario estar abierto al otro y que, en base a una apertura, uno actúe sobre el otro y éste le responda. Esta actuación tiene como fin la curación o el alivio de la enfermedad.
    El trato se hace próximo e intenso. No es un otro cualquiera, un semejante, sino alguien determinado, que tiene sus propias particularidades. Luego, este paciente en el trato se hace alguien único e inconfundible.
    La relación ideal es aquella que establece un médico con vocación y un enfermo con auténtica voluntad de curación. El fin último de esta relación médica es la salud del paciente.
    Cuando en el quirófano el coloproctólogo opera tiene a un paciente anestesiado, es un objeto que está pasivamente frente al cirujano, que lo palpa, lo incinde y realiza todo tipo de procedimientos quirúrgicos. Pero en verdad, ese objeto es en realidad una persona determinada.
    El coloproctólogo debe ser consciente, debe imaginar qué consecuencias tendrá la intervención quirúrgica que está realizando en éste, su paciente, luego de la operación. Posiblemente deje una cicatriz, una ostomía, un cambio en el esquema corporal, modificará la calidad de su vida futura, su adaptación a la nueva situación, la alteración de su función evacuatoria con todo el bagaje del pudor, la intimidad, su nueva inserción en la sociedad y aún entre los suyos, y probablemente lo más importante, el resultado de su operación. Si bien el objetivo del coloproctólogo como cirujano es erradicar quirúrgicamente la patología que lo convoca, su acto trasciende a lo estrictamente físico para adentrarse en lo íntimo de su paciente, para quien su médico es el puente que le permite, con su intervención, recuperar lo más sagrado de su vida, su salud.
    Un trato cálido, humano hacia el paciente colabora positivamente en su evolución y probablemente en el resultado final de su tratamiento. Esta es, posiblemente, la esencia de nuestra vocación como médicos. Esa vocación es la que nos hace ser felices con la mejoría de nuestro paciente y nos angustia ante una evolución desfavorable. Es que el otro cuenta en cada una de nuestras decisiones. El otro soy yo del otro lado. Si perdemos esa visión de nuestra profesión pierde el sentido. Es nuestra misión como formadores de futuros coloproctólogos, la de trasmitir en ellos esta pasión que nos ha hecho médicos. Es nuestra obligación como maestros generar en ellos este espíritu solidario que aún se mantiene encendido en nuestro interior y que es la llama que nos impulsa a asumir la responsabilidad de formar las nuevas generaciones de médicos. Únicamente con el ejemplo se logra trasmitir estos conceptos para las cuales las palabras no cuentan.
    Como corolario, el coloproctólogo tiene que tener no sólo una visión objetivante sino también una visión de relación interpersonal.
    ¿Qué condiciones debe tener el coloproctólogo como profesional y como persona?: debe poseer dotes mínimas de inteligencia, sensibilidad, cordialidad en el trato, amplitud de criterio, habilidades manuales, temperamento y capacidad de acción.
    Deberá tener y desarrollar un temperamento que le permita sobrellevar todas las dificultades y complicaciones que habrán de presentarse en el quehacer diario y, fundamentalmente, aplicarlo con convencimiento sobre una sólida base ético-moral. Debe tener incorporado dentro de sí el deber no escrito, ese que se ha aprendido en el seno del hogar, ese que deberá pulir el maestro al lado de la cama del enfermo. Si asume la responsabilidad de la formación de futuras generaciones esta deberá ser integral táctica, técnica, ética y moral.
    Para completar una buena relación con el paciente, el coloproctólogo deberá tener seguridad sobre lo que sabe, lo que unido a la experiencia ganada en la práctica diaria a través de los años, conjugará una madurez y solvencia que facilitara este vínculo.
    Existen muchas maneras de comunicación entre el coloproctólogo y su paciente: la mirada es el primer gesto. Ella dice mucho sobre cómo se expresa el paciente ante la impresión del médico que está frente a él, y a su vez lo que expresa el médico ante el paciente. Para que esto desemboque en un buen resultado, tendremos que tener en cuenta lo que los psicólogos llaman transferencia. Será éste el primer paso. Recordando lo que dijo Cicerón: “la cara es el espejo del alma y los ojos sus intérpretes”. Luego de esta breve mirada entre estos dos seres, la palabra es la que tomará el curso de esta relación. En realidad deberíamos hablar de palabras y silencios. Lo que primariamente se hace visual, luego se hace auditivo y verbal. En el saludo al paciente es importante destacar que el dar la mano es el primer tratamiento médico. La palabra asimismo es diagnóstica y terapéutica. Bucea mediante el interrogatorio, el diagnóstico, pero también terapéutico, pues puede sugerir, calmar, apaciguar y conducir. Los silencios también son importantes, en cuanto a lo que no dice el paciente y a su vez lo que calla el coloproctólogo. El paciente muchas veces calla lo penoso o aquello que no desean que escuche su acompañante. Nosotros conocemos también que muchos pacientes no saben cómo manifestar o traducir en palabras lo que sienten, por este motivo es necesario que el coloproctólogo aprenda a conducir el interrogatorio. En la comunicación de su diagnóstico y tratamiento, el lenguaje del coloproctólogo debe ser claro, sencillo, con palabras entendibles por su paciente y sus familiares. Debe transmitir seguridad, firmeza y credibilidad. No debe ser alarmante ni debe crear zozobra entre quienes lo escuchan, aun en la comunicación de los casos de peor pronóstico y en estos deberá tener la sutileza de no crear falsas expectativas. Debe tener claro concepto de lo que sus palabras representan para su paciente. Su tono de voz tiene que ser suave, sin estridencias y sin comentarios inapropiados. Se pueden comunicar las cosas más graves sin aumentar el tono de voz. El coloproctólogo debe manejar el arte de la palabra, pero a su vez ejercitar la sabiduría del silencio. Lo que calla prudentemente el médico puede, en más de una oportunidad, evitar malentendidos y conflictos de consecuencias no previsibles. Todas estas enseñanzas las debe transmitir el maestro a sus discípulos y ejercitarlas con ellos, dado que la formación integral de éstos abarca su comportamiento en el arte de la comunicación con los pacientes y sus familiares.
    Sin duda alguna en nuestra vida diaria hablamos con metáforas puesto que pensamos con imágenes, y ésta es la mejor manera de comunicarnos. Pero depende que tipo de metáforas utilizamos, ya que en la vida siempre debemos elegir, pero hay que elegir acertadamente.
    Entre la relación médica del coloproctólogo y su paciente, luego de esta comunicación visual, auditiva y táctil, pasamos al estudio directo del paciente, ya sea abdominal u orificial, mediante el estudio proctológico. Este examen proctológico seguirá la dirección tradicional de inspección, tacto rectal, anoscopía y rectosigmoidoscopía. Es muy importante en el examen proctológico la importancia del cuidado y delicadeza en este examen semiológico, ya que el paciente llega a la consulta con una carga de ansiedad o pudor muy grande, y dependerá de la delicadeza del coloproctólogo en la primera consulta, su relación médico paciente en el futuro.
    Existe entre el coloproctólogo y su paciente un área peligrosa que no debemos olvidar, la legal. Hace años era impensable para un paciente litigar contra su médico. El lugar del médico en la sociedad y su prestigio en ella, era de tal envergadura que era considerado como un integrante de la familia en calidad de consejero o de consultor. El devenir del tiempo que todo lo corroe, que todo lo desluce, que todo lo opaca, ha llevado a esa sociedad a destruir ese pilar sobre el que se apoyaba. Parte de la culpa nos corresponde, porque hemos sido nosotros quienes con nuestra vulgaridad, nuestra mala educación, nuestro pobre lenguaje y pésima presencia hemos perdido el lugar que nos tenía reservado la sociedad. Nosotros los mayores, formadores de la futura generación de médicos y en particular de coloproctólogos debemos restaurar esto que hemos perdido, no solo para recuperar el prestigio de quienes nos precedieron, sino fundamentalmente para devolverle a la sociedad la confianza en aquellos que ella misma ha formado como su guía, su consultor y su consejero. Debemos tener presente que la sociedad espera de nosotros, los médicos y en lo que nos ocupa los coloproctólogos volvamos a ocupar el lugar que está vacío. La sociedad necesita guías que la orienten desinteresadamente para desandar el camino de la vida. Para que esto no quede en palabras huecas o utopías nosotros las responsables de la formación de las nuevas generaciones de médicos, debemos con nuestro ejemplo convertirnos en esas guías. Debemos a través de nuestro comportamiento mostrar el camino, enseñando el lenguaje adecuado y medido para cada situación y los silencios que acompañan las palabras y que comunican más en más de una situación, ser prolijos en nuestra vestimenta y en nuestros actos, ser respetuosos del momento que están viviendo nuestros pacientes, para quienes su consulta puede significar más que una consulta. Nuestra presencia en cuanto a la vestimenta, nuestra educación, nuestro lenguaje, nuestro comportamiento nos posiciona en condiciones de confiabilidad ante aquel que necesitado de una consulta, se siente contenido por quien con todas estas virtudes se ha preparado para ser el muro de contención de quien lo necesita. Podrán parecer palabras, pero dejan de serlo cuando el necesitado es uno.
    La sociedad espera de nosotros un cambio, que nos haga confiables, no solo en lo académico y lo formativo sino, fundamentalmente, en nuestro comportamiento en su relación con ella. Este comportamiento está relacionado al grado de pertenencia que cada uno de nosotros tenga con la carrera elegida, su vocación de servicio y fidelidad al juramento que alguna vez hicimos. El respeto que debemos hacia nuestros pacientes es similar al que debemos hacia nuestros colegas. Debemos al otro el mismo trato que deseáramos tener a nosotros mismos. La relación médico paciente debe ser para nosotros tan sagrada como el respeto que debemos tener para nuestros colegas. Debemos evitar juzgar sus conductas. Cualquiera sea ella debemos darle un trato respetuoso a fin de mantener la credibilidad y altura de nuestros actos. Esas enseñanzas del respeto por el otro sea paciente o colega debe ser motivo de permanente preocupación de quien asume la responsabilidad de formar al joven médico. De no hacerlo nos obligara a aceptar las consecuencias.
    Ante nuestra indefeccion, sea estas por cualquier motivo, la sociedad en defensa de sus propias intereses, ha recurrido al litigio como recurso para alinear aquello que ha considerado fuera de cauce. Tratamos con un error de remediar lo que consideramos otro error. Preparamos como sociedad a un producto en forma precaria para castigarlo después por sus limitaciones. Pedimos como sociedad una calidad que nosotros mismos no somos capaces de generar, peor aún nosotros mismos hemos destruido. En algún momento debemos cambiar el rumbo si no queremos caer al precipicio. Si no lo remediamos, si no cambiamos, deberemos atenernos a las consecuencias.
    En el último tiempo abundan los juicios contra el accionar de los médicos. Podrán ser justos o no, pero existe una necesidad económica de las compañías de seguro y de grupos de abogados que orientan sus intereses en esa dirección. Comparten este accionar los pacientes y tal vez algunos familiares quienes ya sea como venganza por un tratamiento que consideran no exitoso, por ignorancia o tal vez por un interés puramente económico litigian contra al equipo quirúrgico que lo operó. En general cuando un tratamiento quirúrgico no da los resultados deseables, los familiares y pacientes consideran que están mal operados y no porque estadísticamente puede tener resultados adversos o complicaciones que modifiquen la evolución esperada. Lamentablemente, muchos de los juicios de mala praxis se originan por opiniones no felices de otros médicos consultados que hacen comentarios inadecuados, inapropiados e irrespetuosos sobre el accionar de colegas como:“¿¡pero mire lo que le han hecho!?" Y acto seguido se ofrecen a reoperarlo en privado. Esto confunde a los mismos pacientes o a sus familiares predisponiéndolos para una demanda. Se debe ser prudente en esos juicios sobre terceros porque no aportan a la solución de los casos y, aun peor, estimulan a las acciones legales contra los médicos. El encargado de la formación de un especialista debe asesorar a éste sobre la forma adecuada de informar, en estos casos, al paciente o a sus familiares, sobre la patología a tratar que generó dudas, sobre cómo resolverla de acuerdo a su entender, sin abrir juicio sobre el accionar del colega y si es factible comunicarse con él e informarle sobre la consulta que acaban de hacerle. Ante la duda sobre el accionar del colega el silencio es más productivo que mil palabras. Siguiendo la sabiduría del proverbio “El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”. Este principio de ética enaltece la profesión y evita falsos entendidos y futuros litigios.
    Por eso como un principio de ética médica, debemos informar suficientemente a los pacientes acerca de la patología que tienen y las diferentes opciones de tratamiento médico y quirúrgico. A su vez se debe informar a los pacientes y a sus familiares sobre la gravedad de las complicaciones posibles y de los riesgos que se corre con el tratamiento clínico, con los estudios invasivos y con los tratamientos quirúrgicos, sin alarmar, pero dando la opción de aceptar o no la conducta propuesta habiendo informado adecuadamente sobre la misma y sus consecuencias. Una vez explicado todo lo referente a la conducta, el paciente deberá aceptar la propuesta mediante la firma de un consentimiento informado escrito de aceptación del citado estudio invasivo, clínico o quirúrgico. La explicación debe ser clara mediante un lenguaje entendible al alcance del paciente o su familiar que mediante su firma afirman estar de acuerdo y que han entendido correctamente la conducta propuesta (ha habido casos de condenas sin mala praxis por falta de consentimiento).
    Existen tres factores en el acto médico que pueden inculpar al médico ante la Justicia: la impericia, la imprudencia y la negligencia. El primero de ellos, la impericia, está relacionada implícitamente con el tema de este Relato, pues de la formación del coloproctólogo será la solidez de su defensa ante la justicia.
    El llamado “alea”, el riesgo, las complicaciones no deseadas, aún con tratamientos adecuados, existen en medicina como una realidad cotidiana. Por eso, la doctrina mayoritariamente se ha inclinado a reconocer la actividad médica como generadora responsable de medios y no de resultados. Sin embargo, un jurista que ha escrito sobre temas médico legales, y que es actualmente un Juez de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, niega la habitualidad del alea y afirma; “la doctrina del alea conduce prácticamente a la irresponsabilidad”.2 Esto nos pone a nosotros, los médicos, en una situación de total incertidumbre e indefensión, porque a pesar de actuar correctamente estamos expuestos a una demanda judicial.
    Otro tema a considerar es cuando los casos sean llevados a la justicia y tengan los jueces que firmar una sentencia. Pero atención: ¡la Justicia está exenta de injusticia, pero un Juez justo es más, o menos injusto!
    BIBLIOGRAFÍA

    1. Lain Entralgo, P. La relación médico-enfermo. Alianza Editorial. S. A.
    2. Lorenzetti Ricardo L. La responsabilidad civil de los médicos. Editorial Rubinzal y Culzoni. 1 de enero 1986. Pag. 333.